5/06/2006

Relato: El rayo de sol

Hola a todos,

aquí os dejo un pequeño relato que escribí hace tiempo, para la persona más maravillosa del mundo. El hecho de intentar conseguir algo no hace que lo merezca, pero el camino si puede hacer merecer algo.


El rayo de sol
Érase una vez, una ciudad palaciega que se despertó con los primeros rayos del sol cuando aún no había dormido.

El día se presentaba maravilloso, como maravilloso era el día que se presentaba.

Era una mañana de frenética actividad. La gente corría por las anchas calles empedradas como una gran colonia de hormigas sin antenas. Pese a lo que parecía, todos sabían su misión y se apresuraban en cumplirla, conscientes de que era el día más importante de la vida del reino. Era el decimotercer cumpleaños del príncipe, momento en que alcanzaría la mayoría de edad, recibiría el trono de manos de su padre y, lo más importante, lo entregaría a la que sería su esposa. Era el día más importante del reino porque, como designa la tradición, la esposa sería elegida entre todas las muchachas del país, lo cual, como se puede entender, era motivo de agitación.

Todo estaba preparado.

A la hora prevista sonaron las trompetas y los tambores, las flautillas de cañalín y el repiqueteo de los corales de azúcar al entrechocarse sus granos al viento.

En ese momento apareció, por la vía de los obeliscos triunfantes, la carroza real con el príncipe, hecha de agua de mar color jade y tirada por treinta y dos corceles con sus trompas sonando y sus arcos color azafrán, mientras con sus ojos dislocados miraban a todas y a ninguna parte.

Entre las olas se veía al rey sonriente saludando a sus súbditos; la reina, con sus galas más... simpáticas sonriendo de bilis y golpeando a su cónyuge a la altura del hígado con un codo amaestrado; y al príncipe, serio.

Era el príncipe más sombrío de la historia del país de los leones púrpura, insignia del reino, ya que se rumoreaba, entre las malas lenguas y las buenas, que nunca se le había visto reír, entre otras cosas porque nunca se le había visto en público o en privado.

Mientras se acercaban al castillo la gente jaleaba al principio el nombre del príncipe, pero como “el nombre del príncipe” resultaba demasiado largo, pronto lo sustituyeron por vivas y hurras, ya que al príncipe no pudieron sustituirlo.

La fortaleza de piedra había sido engalanada para que asemejase una gran tarta de chocolate, en forma, color, olor y sabor, aunque estaba un poco dura.

Desde los grandes ventanales de las torres surgían hileras de luciérnagas mudas de colores y banderines de todas las formas imaginables y dos no imaginadas. En el centro estaba el estandarte de la familia con sus grandes leones púrpuras rugientes y sujetados con cuerdas por el peso.

A la derecha del estandarte estaban los pendones de la familia, y a la izquierda los castos. Todos jaleaban al príncipe y uno cantó una saeta, pero cuando se dio cuenta del error cayó, y luego lo recogieron.

Ya en el interior de palacio, la familia real presidía en una escalinata de mármol verdoso, sentados en tres grandes tronos fabricados en tres gigantescos diamantes azulados de las montañas de Tumarna, mientras todos los invitados y todos los que se colaron presentaban sus respetos al príncipe, sus regalos, a sus hijas mas bellas y algunos hasta se presentaban ellos mismos, pues venían de todos los rincones del país y, como bien es sabido, los rincones son oscuros y difícilmente se puede reconocer a nadie.

Cuando todas las presentaciones fueron hechas se dio paso al espectáculo central, el circo de Monsieur Dupont, el más prestigioso de los seis condados.

Se cerraron los cortinajes de todas las ventanas de la gran sala cuadrangular y, al gran silencio creado por la expectación, siguió una noche artificial más oscura que la cueva de un rinotilo asustadizo.

En ese momento entró un pequeño jorobado con bigotes postizos, sombrero de copa rojo, levita dorada y una vela en cada mano.

Lentamente, miró al público con sus grandes ojos entrecerrados, imitando a un grano de arroz, y con todo el tiempo de los demás en sus movimientos, se acercó las dos manos a la boca.

Y entonces se aceleró el tiempo. Justo cuando las velas tocaron sus labios se produjo un gran destello blanco cegador, seguido de un alarido nómada de fiesta ritual. Tronaron los tambores rítmicos aborígenes y, cuando los invitados abrieron los ojos de la ceguera, aparecieron los chiribiteros con sus artefactos creando un cielo estrellado en la sala.

Los danzarines silbantes embriagaban con sus movimientos aéreos de colores, mientras los gorilones volandrines creaban constelaciones saltando con sus rabos fugaces de una a otra de las ocho esquinas de la habitación. Un coro susurraba algo imperceptible desde todos los rincones. Cuando alzaron sus voces todos comprendieron el cántico, y todo se apagó.

¡Andrómeda!

En mitad de la nada apareció un ángel flotando. Su traje rayado verde agua marina era su segunda piel y su capa ocultaba su rostro.
El coro comenzó a cantar una bella sonata druídica de los tiempos del sauce llorón y ella extendió sus brazos.

Su cuerpo comenzó a agitarse en una danza terriblemente seductora. Era un ángel en un cuerpo de diez años. En un giro su capa desapareció mientras su cuerpo permanecía estático de espaldas a todos, y una cascada roja ondulante manó de su cabeza. Su cabellera parecía cubrirlos como un manto de llamas dulces. Siguió bailando, mirando fijamente al joven y apuesto príncipe con sus ojos cristalinos y verdes, penetrantes y dulces como el primer beso. Se hizo el silencio.

- Con ustedes, Monsieur Dupont.

Se abrieron los grandes portones de la sala y se escucharon unas pisadas fuertes, seguras.
Una sombra enorme se adueñó de todo, y entonces apareció él, ante la sorpresa de todos.
No era más que un pequeño niño, de unos siete años, vestido completamente de negro, con un sombrero de copa y un bastón de marfil.
- Bienvenidos al reino de la magia, es para mí un honor y para ustedes un placer.
De su pequeño cuerpo emanaba una gran fuerza, era la confianza.
Se acercó a los tronos y dijo:
- Pedidme cada uno lo que queráis y os será concedido.
Un gran ¡oh! llenó la sala.
El rey, examinando a ese niño de sonrisa misteriosa, fue el primero en intentar probarlo.
- Veamos tu poder, tu fama te precede, quiero ... quiero lo más valioso del mundo, lo que valga más dinero.
Monsieur Dupont señaló con el bastón a su hijo.
La reina, sorprendida, exclamó irritada: ¡Vence al ser más terrible de mi reino!
Monsieur Dupont la golpeó con el bastón, dejándola inconsciente.

El joven príncipe, sin ver la sonrisa de su padre, dijo:
- Has osado demasiado muchacho, pero tu osadía te vencerá. Quiero que me digas quién quiero que sea mi esposa.

Monsieur Dupont sonriente se volvió y, saliendo de la estancia, señaló a Andrómeda.

El príncipe, fascinado, la besó y todos aplaudieron y lanzaron vítores.

Y como manda la tradición, el príncipe debía proclamar la prueba que su prometida debía cumplir, pero como era difícil de contentar, no utilizó la típica prueba de trámite, sino que le susurró a Andrómeda al oído:
- Debes traerme un rayo de sol en un tarro de cristal con un tapón de corcho. Te quiero. Lo sé. Lo conseguirás. No me defraudes.

Andrómeda salió de la habitación con el firme propósito de conseguir la prueba tan imposible, y ya en las puertas se volvió y dijo:
- Lo conseguiré. Te quiero. Lo sé.

Y una lágrima bailó por su rostro.
Y así fue como Andrómeda se puso en camino.

Durante tres años anduvo por el mundo con la esperanza de conquistar ese amor prometido, sabiendo que conseguiría su misión. Viajó hasta las montañas de la Luz, surcó los mares coralinos plateados, voló con las aves sureñas de la alegría y se sumergió en los sueños de los jóvenes Casentos. Todo para nada.

Un día, en el monte de las escalopendras salvajes cayó rendida de cansancio. Cuando despertó de nuevo, se encontraba en una cueva de algodón de azúcar dulce, de sabor a fresa, y un viejo anacoreta la observaba.
- ¿Qué buscas, Andrómeda?
Sorprendida, preguntó cómo sabía su nombre.
- Lo sé todo, sólo quiero que tú me lo digas.
- Busco cómo poder atar un rayo de sol– dijo la pequeña.
- No es cierto- replicó- Buscas algo más grande, pero no lo sabes. Te diré cómo atrapar un rayo de sol. Coge una escalopendra salvaje y trénzala durante dos lunas. Cuando acabes, lánzala y desea con toda tu alma lo que deseas. Mete el bote en un saco y no lo mires.

De nuevo cayó en letargo.

Durante dos lunas estuvo trenzando, y cuando acabó su trabajo lanzó la cuerda y recogió su fruto. Después volvió a palacio, recordando la grave voz del viejo y sus consejos.

Su retorno fue esperado por todos y se hacían apuestas sobre si lo habría conseguido o no.

Cuando llegó todo estaba preparado bajo el viejo sauce llorón.

El príncipe esperaba impaciente y, cuando Andrómeda apareció, solamente dijo:
- Cuanto tiempo he esperado este momento. ¿Traes el rayo?
- Sí – dijo Andrómeda – aquí lo tienes – y le tendió el saco.

El príncipe lo cogió y al abrirlo, cuál fue su sorpresa, estaba vacío.
- Me has defraudado – fue lo único que dijo, y después se marcho.

Andrómeda no lo comprendía y comenzó a llorar, hasta que todos se fueron, agazapada bajo el viejo sauce llorón.

De pronto sintió algo en su cabeza, era un corcho, y la voz del viejo que decía:

- Yo también he atrapado lo que quería, mi rayo de luna, pero lo que ambos queremos no tiene forma, es el amor verdadero.

Al levantar la cabeza, Andrómeda vio a Monsieur Dupont, que emitía la voz del viejo anacoreta.

- He estado siempre contigo. Te quiero.
- Yo también, lo siento.- Respondió Andrómeda.